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Struff



                                  Allá arriba brillan uno, dos, tres soles.
                                  –Es el lugar más hermoso que recuerdo haber visitado –comenta don Miércoles.

                                  Entonces, aprovechando que todos están boquiabiertos ante tantas cosas bonitas,
                               trepo hasta la copa de un árbol y miro el horizonte.
                                  –¡Eh, eh! –grito, moviendo la rama más alta. –¿Saben lo que veo desde aquí?
                               ¡Casas!
                                  ¡Un pueblo!

                                  –¿Queda muy lejos, Struff? –inquiere Alondra.
                                  –Al final del bosque.

                                  –¡Pues andando! –dice nuestro director y toma la delantera. Echamos a caminar
                               tras él y de esa manera, siguiendo el curso del arroyo, no tardamos en llegar a
                               las puertas de la ciudad.

                                  Y entonces nos llevamos la gran sorpresa. Porque las calles están repletas de
                               gente, y los parques y los puentes también. Y si uno se asoma por alguna ventana
                               puede comprobar que también hay hombres, mujeres y niños en las cafeterías, las
                               fábricas, las casas y las escuelas...

                                  Pero nadie conversa. Nadie sonríe. Nadie mira arriba, ni abajo ni a los lados.
                                  Están inmóviles. Tiesos. Paralizados.

                                  Son estatuas.

















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